La literatura argentina es hija de hombres y mujeres que
entendieron lo complejo de sus orígenes autóctonos y
foráneos. Cabe suponer que, en la trama de sus obras, sus
pensamientos tuvieran la necesidad explosiva (casi
mandato) de ponerlo de manifiesto no sólo para sus
congéneres sino para aquel mundo milenario, pleno de
historia y arte que los circundaba, y del que habían abrevado.
Debían mostrar que existía algo más que una vasta y hasta
impensable tierra fértil y desconcertante hacia el oeste, y
muy, muy al sur. Esto nos coloca frente al planteamiento de
que hemos escrito puertas hacia fuera, llevando a otras
fronteras lo que guarda nuestra casa interna, es decir nuestro
pensar, sentir y actuar. Circunstancia que impulsó a que
nuestros textos se hayan leído focalizados en el valor de la
palabra como medio de la búsqueda de lo absoluto, donde
se conjugan multiplicidad de propuestas que van desde lo
metatextual, intertextual, e hipertextual, a la observación
pertinaz sobre las cosas concretas y una mirada reflexiva
de la realidad que nos circunda ya sea desde dentro o fuera.
No es casual entonces que recientemente, en Estados
Unidos, se acabe de publicar una biografía exhaustiva de
Borges donde se busca al hombre en la intrincada simbología
de su obra. Búsqueda que implica, después de todo, el peso
de significado de sus escritos. De hecho, no nos alcanzarían
cientos de páginas para mencionar el reconocimiento
mundial hacia el legado de su obra.
Por situarnos en la antípoda podemos recordar a
Manuel Puig, cuyos textos le abrieron paso en el mercado
estadounidense. En Nueva York, con “La traición de Rita
Hayworth”, debutó en 1963 como escritor y guionista. En
1985, “El beso de la mujer araña”, llevado al cine en una
coproducción Brasil - Hollywood, resultó un éxito y obtuvo
un Oscar, lo que dio pie a que muchos de los ojos del mundo
pusieran su atención sobre este autor, si se quiere,
irreverente. Desde Europa la propuesta no se hizo esperar
y fue convocado por Italia para escribir un guión sobre la
vida de Vivaldi (1989) del que hizo dos versiones. En 1990,
en Madrid, la Cooperación Iberoamericana le dedica la
semana del autor. Podemos seguir con la lista pues son
muchos los que preceden y suceden, y así atiborrarnos de
citas y ejemplos en los que aparecen figuras como Cortázar,
de cuya obra sería redundante decir que ha sido y es objeto
de análisis en las aulas de universidades y otros centros
académicos de América y Europa. Marco Denevi,
condecorado por dos países caros a su cultura: en Italia con
la Orden al Mérito de la República(1986) y en Francia con
el nombramiento de Chevalier de l’Ordre des Arts et des
Lettres (1990). Manuel Mujica Láinez, cuyos libros fueron
traducidos a más de quince idiomas, distinguido en Francia
con el premio de La Legión de Honor (1982). Juan José
Saer, Sábato, Héctor Tizón, reconocidos, premiados y
estudiados en España, Francia y Alemania. Tomás Eloy
Martínez, cuyos textos suscitaron y merecieron la atención
de Inglaterra y de editoriales británicas y estadounidenses.
Noé Jitrik, reconocido fuera y dentro de nuestro país como
uno de los mejores críticos literarios, Premio Xavier
Villaurrutia, México(1981) premio Chevallier des Arts et
Des Lettres, Francia, entre otros. Luisa Valenzuela, de
reconocida trayectoria en México. Abel Posse, con su novela
El largo atardecer del caminante gana el concurso
Extremadura-América 92, convocado por la Comisión
Española del V Centenario, dotado con 150.000 dólares de
premio. Liliana Heker; sus cuentos completos han sido
traducidos al inglés y muchos de sus relatos se han publicado
también en Alemania, Rusia, Turquía, Holanda, Canadá y
Polonia. Y por traer un hecho muy cercano, las escritoras
argentinas Graciela Montes y Ema Wolf galardonadas con
el Premio Alfaguara de Novela 2005, por su obra El turno
del escriba, creada a cuatro manos y ambientada en el
Medioevo de Marco Polo.
No obstante, no faltan por allí páginas con notas donde
críticos literarios dicen que no tenemos una literatura feliz.
Sin embargo, “aunque algunos no lo crean” tenemos
escritores que piensan y viven la literatura como vehículo
de nuestra lengua, que la lengua es nuestra patria porque
va donde nosotros vamos y con ella nuestro ser y nuestra
identidad. Y el argentino, como todo ser sobre este planeta,
es bipolar, por lo tanto tiene momentos felices y de los otros. Pero lo cierto es que nuestros escritores no cesan de colmar
los platillos de la balanza de la literatura con creatividad,
búsqueda, tratamiento, estilo, voces y tono en sus escritos.
Y mal que le pese a esos señores, en muchas partes del
mundo (aunque no constituyan un boom editorial),
muchísimos jóvenes buscan títulos de autores argentinos
para bucear en este océano extraño, pero no insondable,
rico en recursos y hasta provocador en cuanto a
innovaciones propias de cada escritor - autodidacta si se
quiere - pero siempre fructífero. Y si todavía hay dudas, se
me ocurre sugerir a los editores que si no nos conocen más
afuera de nuestros dos mil y un poco más de kilómetros
cuadrados de extensión, es porque no nos muestran lo
suficiente. Bastaría con llevar algunos de los textos de
Anderson Imbert, César Aira, Jorge Asís, Juan José
Hernández, Beatriz Sarlo, Abelardo Castillo, Bernardo
Kordon, Rodolfo Fogwill, Sylvia Iparaguirre, Alicia
Steimberg, María Teresa Andruetto, Marcelo Birmajer,
Griselda Gambaro, Alan Pauls, Andrés Rivera, Fernando
Sorrentino, Liliana Bodoc, Jorge Aulicino y tantos otros a
los que omito y a los que pido disculpas, como a aquellos
que cohabitan las fronteras de lo anónimo, quizás porque
sus obras asoman en ediciones solventadas por ellos mismos,
que sólo ven la luz dentro de un pequeño círculo social, o
tímidamente consiguen por un tiempo breve, un espacio
en alguna librería amiga: Pero, por cierto, el tono de estos
trabajos es altamente logrado y feliz. Y esto no reconoce
espacio para la discusión.
De Músicos y relojeros Capítulo I,
fragmento por Alicia Steimberg.
Mi abuela conocía el secreto de la vida eterna.
Consistía en un conjunto de reglas tan simples, que era
increíble que nadie más que ella las conociera y las
practicara. A veces nosotros participábamos del ritual,
asegurándonos así, sino una inmortalidad completa, por lo
menos una buena dosis de inmortalidad.
Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir
acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de
la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes.
En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se
hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una
incisión en dos limones que colgaban del árbol sobre la olla,
para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara
intactas sus vitaminas. Así se evitaba “comer cadáveres”.
Decía mi abuela que el noventa por ciento de los
males del hombre provenían del estreñimiento. En casa lo
padecían todos, y había un continuo ir y venir de recetas
para combatirlo. A pesar de su sabiduría al respecto, mi
abuela lo padecía más que nadie. Cuando lograba mover
el vientre, andaba un rato con una gran sonrisa, se lo
contaba a todo el mundo, y hasta era capaz de hacer algún
chiste, o acordarse de la primavera en Kiev.
Esas eran primaveras, después de unos inviernos
que también eran verdaderos inviernos. Cuando ya parecía
que el frío y la nieve iban a ser eternos, una mañana
cualquiera ella corría las cortinas y veía pasar torrentes
por su ventana. No bien se escurría el agua, bajo un sol
repentino, todo estallaba en flores y los bosques se llenaban
de cerezas. Cerezas dulces, no como las de aquí. Y así era
al día siguiente, y al otro, y al otro. No como aquí, en estas
primaveras que no se sabe lo que son.
Así hablaba mi abuela de su país natal, cuando la
marcha de sus intestinos la ponía de buen humor.
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Alicia Steimberg nació en
Buenos Aires en 1933 y Buenos
Aires, sus lugares más recónditos
y renombrados, es una de las
constantes de su ficción.
Steimberg juega con la
arbitrariedad de los códigos
sociales y verbales con gran
ironía y humor. Entre sus obras,
Cuando digo Magdalena.
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La vuelta, cuento por Marcelo Birmajer
Este cuento narra dos historias: una leyenda griega y un
recuerdo.
La Odisea es el relato de cómo Ulises regresó de Troya a
su patria, Ítaca.
Se vio forzado a engañar a un cíclope gigante, a huir de
una terrible y semidivina mujer que devoró a varios de sus
marinos, a desoír el canto dulce y mortal de las sirenas, a
esquivar a los monstruos de la tierra y a las furias del mar. Y
ni siquiera en Ítaca estuvo, al llegar, tranquilo: varios
hombres deseaban a su esposa, la fiel Penélope, y sus
riquezas. Pero la aventura de su retorno es una de las más
grandes jamás contadas. Dice el gran poeta griego Kavafis:
cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca, ruega que el camino
sea largo.
Porque sólo cuando el camino es largo y arduo, la
aventura es memorable.
La Odisea es un relato larguísimo, en cantidad y en
aventuras.
Pero mis recuerdos son breves y variados.
En mi familia siempre se hablaba de cierta vez que me
perdí en la playa juntando vasitos.
Caminé sin mirar a los costados, y en cuanto alcé los
ojos estaba en un sitio que no conocía.
Las sombrillas eran de otro color, había canchas de tenis
junto al mar y las personas hablaban en otro idioma. No
sabía en qué playa estaba, ni cómo se llamaba aquella en la
que me aguardaban mis padres. Estaba perdido.
Finalmente, por una serie de casualidades milagrosas,
una huésped del hotel donde nos alojábamos me reconoció
y me llevó de regreso con mis padres; desesperados, ya
habían dado aviso a la policía.
Esa noche me enteré de dos cosas: había caminado una
buena cantidad de kilómetros y me habían llegado a buscar
en helicóptero.
Cuando se narraba el incidente, y mis hermanos se
burlaban de mí, yo me defendía:
—Bueno, después de todo —decía—, hablaban otro
idioma y había canchas de tenis: no me perdí, descubrí
otro continente.
—No descubriste nada —decía mi abuelo—. Te
perdiste.
— ¿Y cuál es la diferencia entre encontrar un lugar
nuevo y perderse? —le pregunté desafiante.
—Saber cómo volver —dijo con tristeza mi abuelo.
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Marcelo Birmajer nació en
la ciudad de Buenos Aires el 29
de noviembre de 1966. Periodista,
guionista televisivo y
cinematográfico, su guión Un día
con Ángela (basado en un cuento
de Truman Capote), resultó
ganador del Concurso de Cortometrajes
1993 del Instituto
Nacional de Cinematografía y
filmado por dicho Instituto;
autor de Sol de noche, y El abrazo
partido. De su obra literaria, el
libro Un crimen secundario va por
su décima edición, con cerca de
cincuenta mil ejemplares vendidos.
En 1997, su libro Fábulas
Salvajes fue seleccionado para
integrar el Catálogo Internacional
The White Ravensrealizado
por la Internationale
Jugendbibliothek de Munich
(Alemania) -y expuesto en la
Feria per ragazzi de Bologna
(Italia). Entre otras podemos
mencionar: Nuevas historias de
hombres casados (cuentos), Me
gustaba más cuando era
hijo(cuentos), Confesiones de un
padre(cuentos), Hechizos de amor
(cuentos), No es la mariposa negra
(cuentos), Ser humano y otras desgracias
(cuentos humorísticos),
El alma al diablo (novela),
Derrotado por un muerto (novela),
Un crimen secundario (novela).
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El afuera y la literatura argentina - por Marta Mutti