Hablar, pensar en cada uno de los cuentos de Silvina
Ocampo es transitar universos entendidos como enigmas y
regidos desde la autonomía. Fabulaciones que arrancan
casi en la servidumbre de lo habitual para acabar en la
diagonal del cuento fantástico. Cada trama enhebra una
geografía de la alusión. Todo arranca en lo real y se
arremolina en la nada de lo posible.
De un modo único e irreverente donde la voz narradora
altera registros, donde involucra y pluraliza nos deslizamos
hacia territorios donde la historia interior - exterior como
una constante se refleja quebradiza, infiel, una marisma
cuyos pasajes sólo se reconocen en la frontera de ese
sentimiento de extrañeza al que torpemente reconocemos
como fuera de, por el costado de, sobre…lo real, es decir
fantástico.
Arquetípicamente Silvina descifra mundos interiores
desde el caos que guardan mostrando sus costados
especulares. Podemos rastrear en su escritura
un vacío de identidad que lleva hacia la
búsqueda replegada de sí misma.
La revelación de lo secreto desde la gravitación del caos
y la certeza de lo cruel. Situación que se nutre de la vuelta
hacia el adentro y que se rige por las leyes de la transferencia.
No nos será difícil seguir el hilo de esta secuencia en
cuentos como Icera, donde las orbes objeto – sujeto cumplen
al pie de la letra el canon de la sustitución.
Como lo expresara Alejandra Pizarnik: "Silvina Ocampo
se traslada al plano de la realidad sin haberla dejado nunca.
Asimismo, se traslada al plano de la irrealidad sin haberlo
dejado nunca"…
Una rápida lectura por cualquiera de los textos nos
otorga la facultad de volver los ojos como para contemplarnos.
Ser a la vez sujeto y objeto, poeta, actor y espectador.
Detalles que inquietan, exasperan, desarticulan como
si fueran signos vivos, portadores de cambios bruscos. Una
suma de efectos hilados con objetos desde lo conocido y
trivial que a través del lenguaje nos coloca en otro lado.
De golpe la metamorfosis irrumpe y nos traslada hacia un
mundo de lógica desaprendida, una puerta entreabierta
hacia lo extraño.
Trampas y humor macabro, por ejemplo en el cuento
Las fotografías muestra que la muerte es de los otros y que
se deja fotografiar, o desde planos diferentes enfatiza el
desdoblamiento como en La casa de azúcar. Lo concreto es
que su obra no deja de asombrar. Tanto en cuentos como
en poemas Silvina Ocampo se vale de la enumeración
caótica, un inventario donde lo heterogéneo desde la
incongruencia provoca una variedad de lo creado.
Utiliza la ambigüedad como disparador, de lo inesperado,
de lo siniestro y la enfatiza con el uso de la
primera persona en gran parte de los
relatos y la circunstancia en la que se
expresa (siempre extrema, al borde de la
muerte o de una metamorfosis) crean un
clima extraño, común en algunos escritores
de literatura fantástica y en Silvina
Ocampo se diferencia por un estallido del
orden natural de las cosas de la vida y de lo
otro que está fuera, más allá. Cruce magistral
en el que jamás descubrimos qué es
lo importante, y ese es el agujero negro, el
área vacía donde el misterio aguarda. Un
entrelazado de los temas llevados desde lo
simbólico con el fin intencional de
múltiples líneas de lectura.
Y para corroborar lo expresado los
invito a la siguiente lectura.
De Viaje olvidado publicado en 1937,
aún poco conocido, reeditado por Emecé
un cuento, que perfila sutileza y misterio.
Cielo de claraboyas
La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes
rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando
uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las
grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los
sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de
claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir
a través de los vidrios una familia de pies aureolados como
santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos
dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos
vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos,
y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de
pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero
la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo
cuarto destinado, desplegando diarios con músicas que
brotaban incesantes de una pianola que se arrancaba
siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces
que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se
acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj
muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de
acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de
cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones
helados que movían la sombra tropical de una planta en
forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de
diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No
había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto
pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso
para que se durmiera, que no quería dormirse), y la sombra
de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con
los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de
cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba: “¡Celestina,
Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy
oscuro. Y después que el llanto disminuyó... aparecieron
dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y
otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón,
saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón
tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes.
La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina,
Celestina!” Las risas le contestaban cada vez más claras,
cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre
la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de
música con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros,
atados con cordones que al desatarse provocan acciones
mortales de rabia. La pollera con alas de demonio volvió a
revolotear sobre los vidrios, los pies desnudos dejaron de
saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse, la pollera
corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó
suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y
brotaban gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una
zancadilla sobre otro pie de la pollera furiosa. Y de nuevo
surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo
un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como
un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de
loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido,
derramándose densamente, lentamente, en silencio, un
silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico
golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza
partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre
atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura
del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas
petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas
del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa
entera se había trasladado al campo; los sillones hacían
ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
La pollera volvió a volar en torno de la cabeza muerta:
“¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de
saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los
pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya
era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban
las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la pollera
negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna
sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo
con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de
la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un
miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
Silvina Ocampo
Acaso te llamabas Silvina - por Marta Mutti