Mi objetivo, con este breve artículo, se limita a una
simple evocación de un fenómeno que se dio en los años
30, cuando Arlt se afianzaba en la literatura con Los siete
Locos y Los lanzallamas y el grupo Martinfierrista llegaba a
su crepúsculo. Para entonces la editorial Rovira había
alcanzado un enorme éxito gracias a libros de consumo
popular, su catálogo de estrellas literarias que desfilaban
dentro de la Colección Misterio estaba compuesto por autores
de la talla de Edgard Wallace -un escritor de malos
policiales-; Sax Romher -autor de Fu-Man-Chu, creador
de climas inigualables y uno de los mayores responsables
de la paranoia del peligro amarillo.- Y Edgard Rice
Burroughs escritor de infinidad de novelas del género sword
and planet y famoso mundialmente por su creación insigne
del hombre primitivo, Tarzán de los monos. Las historias de este personaje se venían publicando con éxito en el país
desde unos años antes. En 1928, la revista Aventuras -que
dependía de la editorial Atlántida- publicó varias novelas
de Tarzán por entregas. Utilizando las bellas ilustraciones
originales. Casi al mismo tiempo, la revista Pucky también
publicó otra serie de novelas. Utilizaba con descaro las
traducciones que venían de ultramar en los once volúmenes
de la obra tarzanesca que la editorial Gustavo Gili publicó
en España. Está traducción pasó a ser canónica y durante
décadas se repitió en las más disímiles ediciones que se
hicieron del hombre mono en castellano.
Para 1933, Rovira decide probar suerte con Tarzán.
Consciente que una edición popular de costo escaso iba a
tener enorme éxito. Las sucesivas reediciones que alcanzó
nos enseña que la obra fue un éxito y que superó las
expectativas del editor. El orden de los volúmenes fue igual
al original y a la edición de Gustavo Gili, aunque la
traducción era propia. Mientras que Gustavo Gili detiene
la colección con Tarzán el gran Jeque, Rovira la continúa
hasta Tarzán y el imperio Perdido. A partir de ahí la
publicación de los tomitos se detiene y prueba suerte con
las cuatro primeras novelas del ciclo marciano del mismo
autor: Una princesa de Marte, Los dioses de Marte, El señor
de la guerra de Marte y Thuvia la novia de Marte. ¿Por qué
haría esto? Tal vez para ver si pegaba en el público otro
filón de oro como Tarzán o porque se le estaban agotando las novelas. Para entonces existían un total de 17 novelas,
sobre doce publicadas hasta el momento. Y la perspectiva
de sacarle el caramelo de la boca a los lectores y quedarse
sin dinero, tal vez lo aterrorizó. El hecho de que la saga
marciana no continuara y que sólo se reeditara de nuevo
una década después, es un indicio de la escasa llegada que
tuvo. Seguido a esto, Rovira publicó lo que sería el último
tomo de la obra de Burroughs en castellano: Tarzán,
triunfante. Se saltó dos tomos previos de la serie original:
Tarzan at the Earth’s Core y Tarzán the Invincible. Y, entonces,
sorpresivamente, surge una serie tras otra de novelas de
Tarzán que no figuran en ninguna bibliografía del autor. La
primera serie comienza
con Tarzán en el valle de
la muerte (Breve Reseña)
y apenas seis números
después lo matan y lo
resucitan (La muerte de
Tarzán y La resurrección de
Tarzán). Los tomos ascendieron
a 50 y retrataban
aventuras que,
según el traductor que
estuviese a cargo, eran
más o menos fantásticas.
En algunas novelas la
geografía africana era más
precisa y detallada que la
insólita que nos presentaba Burroughs, que creía en la
proliferación de tigres en el continente negro. De ese modo,
Rovira se libró de dos incómodos fantasmas: el pago de
derechos y el riesgo de no poder ofrecer más aventuras a
los omnívoros lectores de entonces. Forzado ante la
periodicidad semanal de los volúmenes y lucrando con el
interés del público.
Los autores que se ocultaban tras estos volúmenes eran,
al menos, dos. Alfonso Quintana y Brau Santillana. El
primero era un español radicado en la Argentina, autor de
novelas policiales y el segundo —hasta donde se sabe— un
autor de origen boliviano. Quintana es mi preferido, porque
era el más afín a la aventura delirante y a la exageración.
Mientras que Santillana estaba más cercano a las historias
que poblarían las matinés con las películas de Johnny
Weissmuller. Argumentos melodramáticos y realistas con
lejanas reminiscencias fantásticas. Títulos desopilantes y tan prometedores como Tarzán y el judío errante o Tarzán y
la sombra de Lord Greystoke se limitaban a erráticos
dramones. Mientras que Quintana daba todo de sí en títulos
devastadores como Tarzán en el reino de las tinieblas o Tarzán
y el monstruo, un gorila monumental prisionero durante
millones de años en una montaña -sin necesidad de explicar
sandeces tales como la vida y la muerte- se libera de su
prisión y destruye todo a su paso. Tarzán debe enfrentarse
a este monstruo y a los inmundos piojos del tamaño de un
hombre.
Los hoy llamados tarzanes apócrifos no son meros
plagios de una creación foránea, pueden ser considerados
un logro dentro del género de aventuras y fantasía de
nuestro país. Género que no tuvo demasiados adeptos
literarios y que sólo logró desarrollarse con mayor o menor
calidad en la historieta. Los tarzanes a veces superan el
imaginario del propio Burroughs, se nota el amor con que
fueron compuestos estos libros y un aura lúdica aún recorre
sus páginas. Quintana no arrugaba a la hora de jugar con
el personaje y colocarlo en situaciones extremas y llenas de
fantasías.
Es lamentable que en la Argentina este género tuviera
que abrirse camino a través de obras escritas bajos
seudónimos con reminiscencias anglosajonas para que el
lector no tuviera el gusto amargo de leer un libro criollo de
aventuras cosmopolitas .
Otro exponente contemporáneo a los tarzanes son las
novelas de un tal Walter Morrow. Escritor editado por
Rovira con bombos y platillos alegando un éxito de escala
mundial que nunca existió. Cada tomo llevaba una franja
en la tapa con la siguiente leyenda: “La serie de novelas
completas más sensacional que se ha publicado hasta la
fecha”.
Morrow encaró novelas que iban desde lo fantástico
hasta la novela deportiva. Las novelitas se asemejaban a
las típicas novelas de aventura y fantasía publicadas en las
revistas inglesas donde se deformaban las tramas de Verne,
Doyle y, en menor medida, H. G. Wells. Morrow o el experimento Morrow fue un intento extraño donde un
autor presenta una serie de novelas características y trilladas
de cada género. Pedro Randall era el nombre del seudotraductor
de estas novelas. Por el momento nada se sabe
del autor que se escondía tras el apodo o ni siquiera si fue
un equipo de autores. Los títulos ofrecían apasionantes
historias como La isla del monstruo, una novela híbrida entre
La tierra que el tiempo olvidó de Burroughs y El mundo perdido de Conan Doyle. El terror del Tibet, presenta una típica
novela arábiga con todos los clichés necesarios. Azar, el
poderoso es, a todas luces, otro clon de Tarzán. Un
mecanismo insólito de apropiaciones ridículas para una
editorial que ya había escritos 50 novelas apócrifas de este
personaje. Morrow resumía en sí mismo la idea de la “Colección Misterio” y de sus ciclos de novelas. Pero el
experimento no prosperó demasiado, ya que no volvió a
reeditarse. Ni a mencionarse ese éxito etéreo, con falsos
matices inmortales, que querían imprimirle.
La pregunta final es por qué el género no tuvo raíces
en nuestro país. El mercado era un gran enemigo,
seguramente era más barato comprar los paquetes armados
del exterior que pagarle a un escritor ignoto. Además las
ventas no ascendían a millones como en EEUU donde el
mercado pulp de aquel entonces era gigantesco y permitió
la póstuma consagración de bestias literarias como H. P.
Lovecraft y Robert E. Howard entre otros. El hecho de
experimentar con autores locales sólo se presentaba cuando
debían explotar un filón en particular que había pegado en
el público. Ya sea Tarzán, Morrow o hasta las novelitas del
detective holmesiano Sexton Blake que también tuvo su
cuota de aventuras en nuestro país. El género nunca llegaría
a desarrollarse y se fusionaría con la historieta alcanzando
dosis geniales durante el período de la editorial Frontera a
cargo de Oesterheld. Lo único que queda es una historia
que no pudo ser.
Los Impostores- por Mariano Buscaglia