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El hombre aprende a caminar por etapas, gatea, se apoya
y se para. Se suelta, pierde equilibrio, se cae y obtiene un
par de magullones. Poco a poco se afianza y por fin da
pasos firmes. El escritor es un poeta que tiene mucho por
decir, pero necesita encontrar el camino para expresarlo.
El escritor se hace escribiendo y leyendo, aprendiendo de
otros escritores que han enfrentado estos problemas antes
que él. El escritor debe ser un buen observador de cuanto
lo rodea. Aún desde lo fantástico, maravilloso o desde la
ciencia ficción, seguimos escribiendo de pulsiones,
emociones, reacciones y el modo de enfrentarnos a ellas y
resolverlas. Y, en el caso concreto de los diálogos:
escuchando. Se debe como prioridad, escuchar lo que se
dice, para luego escribir discursos que puestos en la boca de
los personajes resulten creíbles y naturales.
Ya con la idea a cuestas, en el momento de escribir una
historia el desafío se presenta con los personajes y los
diálogos. En los cuentos no tenemos el suficiente espacio
(entiéndase tiempo- desarrollo- resolución) para el
crecimiento y evolución psicológica del personaje. He aquí
el punto álgido de la situación.
Tendremos que mostrarlo y hacerlo
crecer en la imaginación del lector y para
ello el recurso por excelencia es el
diálogo. Y, si somos suficientemente
hábiles y entrenados observadores, no
necesitaremos describirlos, las palabras
que ponemos en sus bocas lo harán.
Bastan con citar algunos cuentos: Hoy
es un día perfecto para el pez plátano de J.
Salinger. Tristeza de Antón Chejov. El
puente sobre el río del Búho de Ambrose
Bierce. Un día de éstos de Gabriel García
Márquez. La última versión del Cuento
de Pigüe de Isidoro Blainstein. Esa Mujer
de Rodolfo Walsh. La Mosca de
Katherine Mansfield. Nadie encendía la
lámpara de Felisberto Hernández, Catedral de Raymond
Carver. La mala noticia de Vladimir Nabokov. En memoria
de Paulina De Bioy Casares. El ómnibus de Julio Cortázar.
Un sitio limpio y bien iluminado de Ernest Hemingway. La
madre de Ernesto de Abelardo Castillo. Maíz para la palomas
Bernardo Kordon y, podríamos seguir. Quien haya leído un
par de ellos sabrá a lo que me refiero.
Es frecuente encontrar cuentos publicados que manejan
una buena idea. Llevan el hilo de la narración de modo
impecable y las descripciones son ajustadas, pero que
naufraguen los personajes por el vacío que revelan sus
parlamentos, por la nada que se asoma como una nube
pesada y aburrida por detrás. Al leerlos sucede que se
expresan como si recitasen frases aprendidas para llenar un
espacio, pero que no los representan ni conducen al fin
preestablecido de la trama. Estos diálogos entorpecen el
hilo que mantiene la acción al punto que la detiene.
Diálogo = Naturalidad + Información + Dosificación
+ Efectos
Cuando sabemos cómo queremos que sea el personaje,
debemos crear su modo de comunicarse. Tendremos en
cuenta que debe sonar al oído del lector natural. Como
aquellos, que escucha en la calle, en el trabajo, en una
reunión, o que puede decir el mismo. Debe aportar
información directa, rápida, agradable y estar adecuado a
la personalidad que queremos mostrar. Si escribimos una
situación entre pandilleros del más bajo nivel tendremos
que hablar acorde al medio. Frases cortas unidas por
conjunciones, vocabulario limitado, con muletillas que se
agreguen en medio de la frase y tendremos que averiguar y
utilizar sus propios códigos de palabras.
Si se trata de personajes que responden
al tipo de cultura media nos
manejaremos con el lenguaje coloquial
y en el caso de que alguno sea más
cultivado o erudito podremos marcarlo
poniendo en boca de éste alguna que
otra expresión ampulosa, pero muy
cuidada. Por el contrario si tratamos
con filósofos o científicos habrá que ser
más preciso. Sin embargo suele suceder
y con frecuencia que, a pesar de haber
tenido todas estas consideraciones el
diálogo resulta forzado, duro. ¿Qué
hacemos entonces? Pues ponemos todo
nuestro oficio, oído e intuición en
marcha. Los leemos, y re - leemos en voz alta, los actuamos, tomamos posesión de cada palabra.
Escuchamos si el personaje se dibuja, aparece y toma cuerpo
detrás de lo que se dice. Si lo vemos levantarse del papel,
lo habremos logrado, está y vive. Y, si no demos una mirada
a aquellos cuentos citados renglones atrás.
Cuando pensamos cómo componer los diálogos, no
olvidemos que con ellos hay una información que necesita
transmitirse, algo que no puede callarse o el juego inverso,
ocultar a través de ese medio para crear efectos. Entonces
debemos ser fieles a estas circunstancias pero también
debemos ceñir el diálogo la caracterización que hemos
elegido para nuestros personajes. Si nuestro personaje es
agudo, escurridizo buscaremos que el diálogo sea sagaz,
irónico. Si es del tipo divagador lo dejaremos filosofar un
poquito, sólo un poquito no es cosa de que el escritor suelte
su propio divague socrático o foulcatniano. Y si nos
encontramos con emociones fuertes tendremos en cuenta
que será necesario buscar un momento de alivio, con un
toque de humor por ejemplo. O por el contrario si está
furioso podremos soltar un exabrupto, atención no es
necesario ser vulgar para marcarlo. Todos estos elementos
insertados en el juego narrativo harán más creíble la
situación. Otro de los parámetros a tener en cuenta es ir
dando la información desde el diálogo de a poco, de a
retazos.
Y luego sigue el tema de las acotaciones. ¿Suman o
restan? Consideremos para ello este simple ejemplo de
Humberto Eco:
Dos personajes se encuentran y uno le pregunta al otro
que cómo está. El otro responde que no se queja y pregunta
su vez qué tal está el primero. Como veremos enseguida,
hay muchas formas en las que puede ser presentada esta
conversación, y no todas son iguales:
A: -¿Cómo estás? -No me quejo, ¿y tú?
B: -¿Cómo estás? -dijo Juan. -No me quejo, ¿y tú? -dijo
Pedro.
C: -¿Cómo estás? -se apresuró a decir Juan. -No me
quejo, ¿y tú? -respondió Pedro en tono de burla.
D: Dijo Juan: -¿Cómo estás? -No me quejo -respondió
Pedro con voz neutra. Luego, con una sonrisa indefinible-:¿Y tú?
A y B son prácticamente idénticos, pero C y D son muy
distintos a estos y, a la vez, muy diferentes entre sí. Como
vemos, la mano de un narrador se mete en mitad de la
conversación y altera completamente el efecto que nos
produce ésta. En C y D vemos unas connotaciones en la
respuesta de Pedro que están completamente ausentes de
A y B.
¿Cuál es el camino a seguir? La respuesta la tiene cada
autor de acuerdo al modo en que desee reflejar el tema y la
forma de mostrarlo en el espejo del diálogo.
Hemingway, por ejemplo, apenas utilizaba acotaciones,
nos decía muy poco sobre la voz, o el estado de ánimo del
que hablaba, se limitaba a transcribirnos sus palabras. Ello
era intencional para crear ambigüedad y de este modo abrir
mayores ventanas de entrada al lector para que interprete
e interactúe en el texto. Esto está bien, y dependerá del
escritor, si realmente quiere manejarse desde la ambigüedad.
En caso contrario la intervención del narrador será
obligada.
Por otro lado la voz narradora puede decirnos que Pedro
sonreía maliciosamente cuando decía que estaba bien, o
que Juan hablaba de forma agitada cuando preguntaba y
llevarnos hacia otro lado con intención para después aplicar
el efecto vuelta de tuerca (James Joyce) y asestarnos en el
final un giro de 360 grados o de efecto multiplicador como
Cortázar que diversifica: según lo imponga el juego de la
alternancia durante el tiempo de la narración. Y para dejar
abierta la polémica no vendría mal una miradita al efecto
borgeano, donde cada diálogo es similar a una jugada
maestra de ajedrez, no exenta de los alcances de la lógica y
la matemática como efectos estructurantes. En estos
tiempos donde no hay distancia sino comunicación, el
diálogo es una herramienta imprescindible para darle
contundencia a los personajes y ello sólo es posible a través
de un discurso manejado por efectos.
Desde el minimalismo y el realismo crudo veamos
este texto donde el diálogo estructura la situación y
delimita el conflicto. Cada personaje a través del
discurso nos lleva hacia el eje de la historia y adiciona
elementos a lo ya dicho. Esto hace que narrado desde
una tercera persona, pase a ser coral, pues la voz de
cada personaje ha tomado peso y autonomía. Cada
uno juega un rol, todos conforman el efecto que lleva
al conflicto, y todos terminan narrando. |
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El padre
Raymond Carver del libro: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, 1976
El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y
llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta
de mimbre estaba recién pintada, acolchada con
pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color
azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se
acababa de levantar de la cama y aún no se había
despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al
bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando
en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni
reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre
los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano
por la barbilla. El padre estaba en la cocina y les oía
jugar con el bebé.
-¿A quién quieres tú pequeñín? - dijo Phyllis-, y le
hizo cosquillas en la barbilla.
-Nos quiere a todos - dijo Phyllis-, pero al que
quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es
chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
-¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos!
Igualitos que los de su madre.
-¿No es una preciosidad? -dijo la madre-. Tan sano,
mi niñito. -Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la
frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo-. Nosotros
también le queremos.
-¿Pero a quién se parece, a quién se parece? -
exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta
para ver a quién se parecía.
-Tiene los ojos bonitos -dijo Carol.
-Todos los bebés tienen los ojos bonitos -dijo Phyllis.
-Tiene los labios del abuelo -dijo la abuela-. Fijaos
en esos labios.
-No sé...-dijo la madre-. No sabría decir.
-¡La nariz! ¡La nariz! -gritó Alice.
-¿Qué pasa con su nariz? -preguntó la madre.
-En la nariz se parece a alguien -dijo la niña.
-No, no sé... -dijo la madre-. No creo.
-Esos labios...- dijo entre dientes la abuela-. Esos
deditos... - dijo, destapando la mano del bebé y
extendiéndole los menudos dedos.
-¿A quién se parece este niño?
-No se parece a nadie -dijo Phyllis. Y todas se
acercaron aún más a la canasta.
-¡Ya sé! ¡Ya sé! - dijo Carol-. ¡Se parece a papá! -
Todas miraron al bebé de muy cerca.
-¿Pero a quién se parece su papá? - preguntó Phyllis.
-¿A quién se parece papá?- repitió Alice, y entonces
todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el
padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
-¡Vaya, a nadie! -dijo Phyllis, y se puso a lloriquear
un poco.
-Calla -dijo la abuela, apartando la mirada. Luego
volvió a mirar al bebé.
-¡Papá no se parece a nadie! -dijo Alice.
-Pero tendrá que parecerse a alguien -dijo Phyllis,
secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo
la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la
cocina. Se había dado la vuelta en su silla y tenía la
cara pálida y sin expresión. |
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Contornos del diálogo - Marta Mutti
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